lunes, noviembre 30, 2009

La Caja de Pandora

Videocuento de los cuentacuentos de la colección Salvat

Imaginaos una época, hace muchos, muchísimos años, cuando no existían en el mundo ni la desdicha, ni la enfermedad ...


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Caperucita roja

Caperucita roja

Caperucita roja

Érase una vez una pequeña y dulce coquetuela, a la que todo el mundo quería, con sólo verla una vez; pero quien más la quería era su abuela, que ya no sabía ni qué regalarle. En cierta ocasión le regaló una caperuza de terciopelo rojo, y como le sentaba tan bien y la niña no quería ponerse otra cosa, todos la llamaron de ahí en adelante Caperucita Roja.

Un buen día la madre le dijo :

- Mira Caperucita Roja, aquí tienes un trozo de torta y una botella de vino para llevar a la abuela, pues está enferma y débil, y esto la reanimará. Arréglate antes de que empiece el calor, y cuando te marches, anda con cuidado y no te apartes del camino: no vaya a ser que te caigas, se rompa la botella y la abuela se quede sin nada. Y cuando llegues a su casa, no te olvides de darle los buenos días, y no te pongas a hurguetear por cada rincón.

- Lo haré todo muy bien, seguro - asintió Caperucita Roja, besando a su madre.

La abuela vivía lejos, en el bosque, a media hora de la aldea. Cuando Caperucita Roja llegó al bosque, salió a su encuentro el lobo, pero la niña no sabía qué clase de fiera maligna era y no se asustó.

- ¡Buenos días, Caperucita Roja! - la saludó el lobo.

- ¡Buenos días, lobo!

- ¿A dónde vas tan temprano, Caperucita Roja? -dijo el lobo.

- A ver a la abuela.

- ¿Qué llevas en tu canastillo?

- Torta y vino; ayer estuvimos haciendo pasteles en el horno; la abuela está enferma y débil y necesita algo bueno para fortalecerse.

- Dime, Caperucita Roja, ¿dónde vive tu abuela?

- Hay que caminar todavía un buen cuarto de hora por el bosque; su casa se encuentra bajo las tres grandes encinas; están también los avellanos; pero eso, ya lo sabrás -dijo Caperucita Roja.

El lobo pensó: "Esta joven y delicada cosita será un suculento bocado, y mucho más apetitoso que la vieja. Has de comportarte con astucia si quieres atrapar y tragar a las dos". Entonces acompañó un rato a la niña y luego le dijo :

- Caperucita Roja, mira esas hermosas flores que te rodean; sí, pues, ¿por qué no miras a tu alrededor?; me parece que no estás escuchando el melodioso canto de los pajarillos, ¿no es verdad? Andas ensimismada como si fueras a la escuela, ¡y es tan divertido corretear por el bosque!

Caperucita Roja abrió mucho los ojos, y al ver cómo los rayos del sol danzaban, por aquí y por allá, a través de los árboles, y cuántas preciosas flores había, pensó: "Si llevo a la abuela un ramo de flores frescas se alegrará; y como es tan temprano llegaré a tiempo". Y apartándose del camino se adentró en el bosque en busca de flores. Y en cuanto había cortado una, pensaba que más allá habría otra más bonita y, buscándola, se internaba cada vez más en el bosque. Pero el lobo se marchó directamente a casa de la abuela y golpeó a la puerta.

- ¿Quién es?

- Soy Caperucita Roja, que te trae torta y vino; ábreme.

- No tienes más que girar el picaporte - gritó la abuela-; yo estoy muy débil y no puedo levantarme.

El lobo giró el picaporte, la puerta se abrió de par en par, y sin pronunciar una sola palabra, fue derecho a la cama donde yacía la abuela y se la tragó. Entonces, se puso las ropas de la abuela, se colocó la gorra de dormir de la abuela, cerró las cortinas, y se metió en la cama de la abuela.

Caperucita Roja se había dedicado entretanto a buscar flores, y cogió tantas que ya no podía llevar ni una más; entonces se acordó de nuevo de la abuela y se encaminó a su casa. Se asombró al encontrar la puerta abierta y, al entrar en el cuarto, todo le pareció tan extraño que pensó: ¡Oh, Dios mío, qué miedo siento hoy y cuánto me alegraba siempre que veía a la abuela!". Y dijo :

- Buenos días, abuela.

Pero no obtuvo respuesta. Entonces se acercó a la cama, y volvió a abrir las cortinas; allí yacía la abuela, con la gorra de dormir bien calada en la cabeza, y un aspecto extraño.

- Oh, abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!

- Para así, poder oírte mejor.

- Oh, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!

- Para así, poder verte mejor.

- Oh, abuela, ¡qué manos tan grandes tienes!

- Para así, poder cogerte mejor.

- Oh, abuela, ¡qué boca tan grandes y tan horrible tienes!

- Para comerte mejor.

No había terminado de decir esto el lobo, cuando saltó fuera de la cama y devoró a la pobre Caperucita Roja.

Cuando el lobo hubo saciado su voraz apetito, se metió de nuevo en la cama y comenzó a dar sonoros ronquidos. Acertó a pasar el cazador por delante de la casa, y pensó: "¡Cómo ronca la anciana!; debo entrar a mirar, no vaya a ser que le pase algo". Entonces, entró a la alcoba, y al acercarse a la cama, vio tumbado en ella al lobo.

- Mira dónde vengo a encontrarte, viejo pecador! – dijo -; hace tiempo que te busco.

Entonces le apuntó con su escopeta, pero de pronto se le ocurrió que el lobo podía haberse comido a la anciana y que tal vez podría salvarla todavía. Así es que no disparó sino que cogió unas tijeras y comenzó a abrir la barriga del lobo. Al dar un par de cortes, vio relucir la roja caperuza; dio otros cortes más y saltó la niña diciendo :

- ¡Ay, qué susto he pasado, qué oscuro estaba en el vientre del lobo!

Y después salió la vieja abuela, también viva aunque casi sin respiración. Caperucita Roja trajo inmediatamente grandes piedras y llenó la barriga del lobo con ellas. Y cuando el lobo despertó, quiso dar un salto y salir corriendo, pero el peso de las piedras le hizo caer, se estrelló contra el suelo y se mató.
Los tres estaban contentos. El cazador le arrancó la piel al lobo y se la llevó a casa. La abuela se comió la torta y se bebió el vino que Caperucita Roja había traído y Caperucita Roja pensó: "Nunca más me apartaré del camino y adentraré en el bosque cuando mi madre me lo haya pedido."

Jakob y Wilhelm Grimm


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domingo, noviembre 29, 2009

La Dama Verde del Lago

Videocuento de los cuentacuentos de la colección Salvat

Hace mucho tiempo, en gales, se extendía al pie de unas colinas el lago del barbut, la igllesia de aberdobey ...


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El traje nuevo del emperador

El traje nuevo del emperador

El traje nuevo del emperador

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.


Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.


Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.


Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?


Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.


-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.


Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.


-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.


Hans Christian Andersen

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Jorge y el Dragón

Videocuento de los cuentacuentos de la colección Salvat

Una horrible criatura salio reptando del gran lago donde acudían las gentes del lugar para sacar agua, cuando el animal ...


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El intrépido soldadito de plomo

El intrépido soldadito de plomo

El intrépido soldadito de plomo

Éranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaños, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar aquí.

En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como él.

- He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones.

Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse.

Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Éste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a "visitas", a "guerra", a "baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querían participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.

El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.

- Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires así!

Pero el soldado se hizo el sordo.

- ¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende.

Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, abrióse ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.

La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado:

-¡Estoy aquí -, indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme.

He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros.

- ¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro.

De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja.

- ¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!.

De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente.

- ¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte!

Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil.

La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:

- ¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte!

La corriente se volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al más valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el caer por una alta catarata.

Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo, inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar. Parecióle que le decían al oído:

- ¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!.

Desgarróse entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragó un gran pez.

¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho! Pero el soldado seguía firme, tendido cuán largo era, sin soltar el fusil.

El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz. Hízose una gran claridad, y alguien exclamó:

-¡El soldado de plomo!- El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Pusiéronlo de pie sobre la mesa y - ¡qué cosas más raras ocurren a veces en el mundo! - encontróse en el mismo cuarto de antes, con los mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo. Pero habría sido poco digno de él. La miró sin decir palabra.

En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera.

El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la pena que sentía; nadie habría podido decirlo. Miró de nuevo a la muchacha, encontráronse las miradas de los dos, y él sintió que se derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la puerta, y una ráfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo en forma de corazón; de la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.

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David y Goliath

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David era el menor de los ocho hijos de Isaí, mientras 3 de sus hermanos se hallaban lejos combatiendo en el ...


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El patito feo

El patito feo

El patito feo

En una hermosa mañana primaveral, una hermosa y fuerte pata empollaba sus huevos y mientras lo hacía, pensaba en los hijitos fuertes y preciosos que pronto iba a tener. De pronto, empezaron a abrirse los cascarones. A cada cabeza que asomaba, el corazón le latía con fuerza. Los patitos empezaron a esponjarse mientras piaban a coro. La madre los miraba eran todos tan hermosos, únicamente habrá uno, el último, que resultaba algo raro, como más gordo y feo que los demás. Poco a poco, los patos fueron creciendo y aprendiendo a buscar entre las hierbas los más gordos gusanos, y a nadar y bucear en el agua. Cada día se les veía más bonitos. Únicamente aquel que nació el último iba cada día más largo de cuello y más gordo de cuerpo.... La madre pata estaba preocupada y triste ya que todo el mundo que pasaba por el lado del pato lo miraba con rareza. Poco a poco el vecindario lo empezó a llamar el "patito feo" y hasta sus mismos hermanos lo despreciaban porque lo veían diferente a ellos.

El patito se sentía muy desgraciado y muy sólo y decidió irse de allí. Cuando todos fueron a dormir, él se escondió entre unos juncos, y así emprendió un largo camino hasta que, de pronto, vio un molino y una hermosa joven echando trigo a las gallinas. Él se acercó con recelo y al ver que todos callaban decidió quedarse allí a vivir. Pero al poco tiempo todos empezaron a llamarle "patito feo", "pato gordo"..., e incluso el gallo lo maltrataba. Una noche escuchó a los dueños del molino decir: "Ese pato está demasiado gordo; lo vamos a tener que asar". El pato enmudeció de miedo y decidió que esa noche huiría de allí. Durante todo el invierno estuvo deambulando de un sitio para otro sin encontrar donde vivir, ni con quién. Cuando llegó por fin la primavera, el pato salió de su cobijo para pasear. De pronto, vio a unos hermosos cisnes blancos, de cuello largo, y el patito decidió acercarse a ellos. Los cisnes al verlo se alegraron y el pato se quedó un poco asombrado, ya que nadie nunca se había alegrado de verlo. Todos los cisnes lo rodearon y lo aceptaron desde un primer momento. Él no sabía que le estaba pasando: de pronto, miró al agua del lago y fue así como al ver su sombra descubrió que era un precioso cisne más. Desde entonces vivió feliz y muy querido con su nueva familia.

Hans Christian Andersen

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Hijo del Sol

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Una vieja leyenda cuenta la historia de un hombre y una mujer que vivían en una isla al oeste de Cánada. Se encontraban muy solos ...


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La Sirenita

La Sirenita

La Sirenita

En alta mar el agua es azul como los pétalos de la más hermosa centaura, y clara como el cristal más puro; pero es tan profunda, que sería inútil echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar el fondo. Habría que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie.



Pero no creáis que el fondo sea todo de arena blanca y helada; en él crecen también árboles y plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las aves en el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas, del ámbar más transparente; y el tejado está hecho de conchas, que se abren y cierran según la corriente del agua. Cada una de estas conchas encierra perlas brillantísimas, la menor de las cuales honraría la corona de una reina.



Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los demás nobles sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo demás, era digna de todos los elogios, principalmente por lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis, y todas bellísimas, aunque la más bella era la menor; tenía la piel clara y delicada como un pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago más profundo; como todas sus hermanas, no tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.



Las princesas se pasaban el día jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes crecían flores. Cuando se abrían los grandes ventanales de ámbar, los peces entraban nadando, como hacen en nuestras tierras las golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus manos y dejándose acariciar.



Frente al palacio había un gran jardín, con árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como oro, y las flores parecían llamas, por el constante movimiento de los pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena finísima, azul como la llama del azufre. De arriba descendía un maravilloso resplandor azul; más que estar en el fondo del mar, se tenía la impresión de estar en las capas altas de la atmósfera, con el cielo por encima y por debajo.



Cuando no soplaba viento, se veía el sol; parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba luz.



Cada princesita tenía su propio trocito en el jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía en gana. Una había dado a su porción forma de ballena; otra había preferido que tuviese la de una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas, como él. Era una chiquilla muy especial, callada y cavilosa, y mientras sus hermanas hacían gran fiesta con los objetos más raros procedentes de los barcos naufragados, ella sólo jugaba con una estatua de mármol, además de las rojas flores semejantes al sol. La estatua representaba un niño hermosísimo, esculpido en un mármol muy blanco y nítido; las olas la habían arrojado al fondo del océano. La princesa plantó junto a la estatua un sauce llorón color de rosa; el árbol creció espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el niño de mármol, proyectando en el arenoso fondo azul su sombra violeta, que se movía a compás de aquéllas; parecía como si las ramas y las raíces jugasen unas con otras y se besasen.



Lo que más encantaba a la princesa era oír hablar del mundo de los hombres, de allá arriba; la abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de barcos y ciudades, de hombres y animales. Se admiraba sobre todo de que en la tierra las flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olían a nada; y la sorprendía también que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se movían entre los árboles cantasen tan melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que la abuela llamaba peces, para que las niñas pudieran entenderla, pues no habían visto nunca aves.



- Cuando cumpláis quince años -dijo la abuela- se os dará permiso para salir de las aguas, sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces veréis también bosques y ciudades.



Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumplió los quince años; todas se llevaban un año de diferencia, por lo que la menor debía aguardar todavía cinco, hasta poder salir del fondo del mar y ver cómo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las demás que al primer día les contaría lo que viera y lo que le hubiera parecido más hermoso; pues por más cosas que su abuela les contase siempre quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber.



Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque debía esperar aún tanto tiempo y porque era tan callada y retraída. Se pasaba muchas noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada a lo alto, contemplando, a través de las aguas azul oscuro, cómo los peces correteaban agitando las aletas y la cola. Alcanzaba también a ver la luna y las estrellas, que a través del agua parecían muy pálidas, aunque mucho mayores de como las vemos nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabía que era una ballena que nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jamás hubieran pensado en que allá abajo había una joven y encantadora sirena que extendía las blancas manos hacia la quilla del navío.



Llegó, pues, el día en que la mayor de las princesas cumplió quince años, y se remontó hacia la superficie del mar.

A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo más hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo que había pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la música, el ruido y los rumores de los carruajes y las personas; también le había gustado ver los campanarios y torres y escuchar el tañido de las campanas.



¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, salió a la ventana a mirar a través de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar.



Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas direcciones. Emergió en el momento preciso en que el sol se ponía, y aquel espectáculo le pareció el más sublime de todos. De un extremo el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de describir su belleza! Habían pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba aún, semejante a un largo velo blanco, una bandada de cisnes salvajes; volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un momento desapareció el tinte rosado del mar y de las nubes.



Al cabo de otro año tocóle el turno a la hermana tercera, la más audaz de todas; por eso remontó un río que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de pámpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magníficos bosques; oyó el canto de los pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena tuvo que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña bahía se encontró con una multitud de chiquillos que corrían desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeños huyeron asustados, y entonces se le acercó un animalito negro, un perro; jamás había visto un animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a refugiarse en alta mar. Nunca olvidaría aquellos soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel de chiquillos, que podían nadar a pesar de no tener cola de pez.



La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida; no se movió del alta mar, y dijo que éste era el lugar más hermoso; desde él se divisaba un espacio de muchas millas, y el cielo semejaba una campana de cristal. Había visto barcos, pero a gran distancia; parecían gaviotas; los graciosos delfines habían estado haciendo piruetas, y enormes ballenas la habían cortejado proyectando agua por las narices como centenares de surtidores.



Al otro año tocó el turno a la quinta hermana; su cumpleaños caía justamente en invierno; por eso vio lo que las demás no habían visto la primera vez. El mar aparecía intensamente verde, v en derredor flotaban grandes icebergs, parecidos a perlas -dijo- y, sin embargo, mucho mayores que los campanarios que construían los hombres. Adoptaban las formas más caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se había sentado en la cúspide del más voluminoso, y todos los veleros se desviaban aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su larga cabellera ondeando al impulso del viento; pero hacia el atardecer el cielo se había cubierto de nubes, y habían estallado relámpagos y truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que brillaban a la roja luz de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las tripulaciones eran presa de angustia y de terror; pero ella habla seguido sentada tranquilamente en su iceberg contemplando los rayos azules que zigzagueaban sobre el mar reluciente.



La primera vez que una de las hermanas salió a la superficie del agua, todas las demás quedaron encantadas oyendo las novedades y bellezas que había visto; pero una vez tuvieron permiso para subir cuando les viniera en gana, aquel mundo nuevo pasó a ser indiferente para ellas. Sentían la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes afirmaron que sus parajes submarinos eran los más hermosos de todos, y que se sentían muy bien en casa.



Algún que otro atardecer, las cinco hermanas se cogían de la mano y subían juntas a la superficie. Tenían bellísimas voces, mucho más bellas que cualquier humano y cuando se fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los barcos que corrían peligro de naufragio, y con arte exquisito cantaban a los marineros las bellezas del fondo del mar, animándolos a no temerlo; pero los hombres no comprendían sus palabras, y creían que eran los ruidos de la tormenta, y nunca les era dado contemplar las magnificencias del fondo, pues si el barco se iba a pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio del rey del mar sólo llegaban cadáveres.



Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del brazo, subían a la superficie del océano, la menor se quedaba abajo sola, mirándolas con ganas de llorar; pero una sirena no tiene lágrimas, y por eso es mayor su sufrimiento.



- Ay si tuviera quince años! -decía -. Sé que me gustará el mundo de allá arriba, y amaré a los hombres que lo habitan.



Y como todo llega en este mundo, al fin cumplió los quince años. - Bien, ya eres mayor -le dijo la abuela, la anciana reina viuda-. Ven, que te ataviaré como a tus hermanas-. Y le puso en el cabello una corona de lirios blancos; pero cada pétalo era la mitad de una perla, y la anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la cola de la princesa como distintivo de su alto rango.



- ¡Duele! -exclamaba la doncella.



- Hay que sufrir para ser hermosa -contestó la anciana.



La doncella de muy buena gana se habría sacudido todas aquellos adornos y la pesada diadema, para quedarse vestida con las rojas flores de su jardín; pero no se atrevió a introducir novedades. - ¡Adiós! - dijo, elevándose, ligera y diáfana a través del agua, como una burbuja.



El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes relucían aún como rosas y oro, y en el rosado cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y bella; el aire era suave y fresco, y en el mar reinaba absoluta calma. Había a poca distancia un gran barco de tres palos; una sola vela estaba izada, pues no se movía ni la más leve brisa, y en cubierta se veían los marineros por entre las jarcias y sobre las pértigas. Había música y canto, y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores; parecía como si ondeasen al aire las banderas de todos los países. La joven sirena se acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola la levantaba, podía echar una mirada a través de los cristales, límpidos como espejos, y veía muchos hombres magníficamente ataviados. El más hermoso, empero, era el joven príncipe, de grandes ojos negros. Seguramente no tendría mas allá de dieciséis años; aquel día era su cumpleaños, y por eso se celebraba la fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando salió el príncipe se dispararon más de cien cohetes, que brillaron en el aire, iluminándolo como la luz de día, por lo cual la sirena, asustada, se apresuró a sumergirse unos momentos; cuando volvió a asomar a flor de agua, le pareció como si todas las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca había visto fuegos artificiales. Grandes soles zumbaban en derredor, magníficos peces de fuego surcaban el aire azul, reflejándose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal la claridad, que podía distinguirse cada cuerda, y no digamos los hombres. ¡Ay, qué guapo era el joven príncipe! Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras la música sonaba en la noche.



Pasaba el tiempo, y la pequeña sirena no podía apartar los ojos del navío ni del apuesto príncipe. Apagaron los faroles de colores, los cohetes dejaron de elevarse y cesaron también los cañonazos, pero en las profundidades del mar aumentaban los ruidos. Ella seguía meciéndose en la superficie, para echar una mirada en el interior de los camarotes a cada vaivén de las olas. Luego el barco aceleró su marcha, izaron todas las velas, una tras otra, y, a medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se iba cubriendo de nubes; en la lejanía zigzagueaban ya los rayos. Se estaba preparando una tormenta horrible, y los marinos hubieron de arriar nuevamente las velas. El buque se balanceaba en el mar enfurecido, las olas se alzaban como enormes montañas negras que amenazaban estrellarse contra los mástiles; pero el barco seguía flotando como un cisne, hundiéndose en los abismos y levantándose hacia el cielo alternativamente, juguete de las aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecía aquello un delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de otro modo. El barco crujía y crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los embates del mar. El palo mayor se partió como si fuera una caña, y el barco empezó a tambalearse de un costado al otro, mientras el agua penetraba en él por varios puntos. Sólo entonces comprendió la sirena el peligro que corrían aquellos hombres; ella misma tenía que ir muy atenta para esquivar los maderos y restos flotantes. Unas veces la oscuridad era tan completa, que la sirena no podía distinguir nada en absoluto; otras veces los relámpagos daban una luz vivísima, permitiéndole reconocer a los hombres del barco. Buscaba especialmente al príncipe, y, al partirse el navío, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su primer sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a tenerlo en sus dominios; pero luego recordó que los humanos no pueden vivir en el agua, y que el hermoso joven llegaría muerto al palacio de su padre. No, no era posible que muriese; por eso echó ella a nadar por entre los maderos y las planchas que flotaban esparcidas por la superficie, sin parar mientes en que podían aplastarla. Hundiéndose en el agua y elevándose nuevamente, llegó al fin al lugar donde se encontraba el príncipe, el cual se hallaba casi al cabo de sus fuerzas; los brazos y piernas empezaban a entumecérsele, sus bellos ojos se cerraban, y habría sucumbido sin la llegada de la sirenita, la cual sostuvo su cabeza fuera del agua y se abandonó al impulso de las olas.

Hans Christian Andersen

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La Sirenita

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La vendedora de mangos

Videocuento de los cuentacuentos de la colección Salvat

Erase una vez un príncipe de la India que se sentía terriblemente solo. En búsqueda de una esposa había viajado ...


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Gorrioncito

Gorrioncito

Gorrioncito

Un matrimonio viejo que no tenía hijos rezaba a Dios todos los días para merecer la misericordia divina; pero Dios, sordo, al parecer, a las súplicas, no le concedía la gracia de tener un niño.

Un día se fue el marido al bosque para recoger setas y encontró a un viejecito que le dijo:

-Yo sé cuál es la pena que escondes en tu corazón y cuán grande es tu deseo de tener hijos. Óyeme bien: ve al pueblo, pide en cada casa un huevo; luego coge una gallina, hazla sentar sobre ellos para que los empolle y ya verás lo que sucede.

El anciano volvió al pueblo, que tenía cuarenta y una casas; en cada una de ellas entró y pidió un huevo, y luego, volviendo a la suya, cogió una gallina y la hizo empollar los cuarenta y un huevos.

Pasaron dos semanas; los ancianos fueron al gallinero, y cuál sería su asombro al ver que de los huevos nacieron cuarenta niños fuertes y robustos y uno pequeño y débil.

El padre le puso a cada uno un nombre; pero al llegar al último, ya no se le ocurría qué nombre ponerle. Entonces, atendiendo a que era el pequeño, dijo:

-Como no tengo nombre para ti, te llamaré Gorrioncito.

Los niños crecieron con tal rapidez, que algunos días después de nacer pudieron ya trabajar y ayudar a sus padres. Eran unos muchachos guapísimos y trabajadores; cuarenta de ellos labraban el campo y Gorrioncito hacía los trabajos de casa.

Llegó la temporada de siega, y los hermanos se fueron a guadañar y hacer haces de heno. Pasaron una semana en las praderas y luego volvieron a casa, cenaron y se acostaron. El anciano los contempló y dijo gruñendo:

-¡Oh juventud indolente! Comen mucho, duermen aún más y estoy seguro de que no han trabajado nada.

-Padre, antes de juzgar, ve a ver -dijo Gorrioncito.

El anciano se vistió, fue a las praderas y vio con satisfacción que estaban ya listos cuarenta grandes haces de heno.

-¡Qué valientes son mis chicos! ¡Cuánto heno han guadañado en una semana y qué haces tan grandes han hecho! -exclamó.

Tan grande fue su deseo de admirar sus bienes, que al día siguiente fue otra vez a las praderas; llegó allí y vio que faltaba un haz. Volvió a casa preocupado y dijo a sus hijos:

-¡Oh hijos míos! ¡Ha desaparecido un haz de heno!

-No importa, padre. Nosotros cogeremos al ladrón -le contestó Gorrioncito-. Dame cien rublos; yo sé lo que tengo que hacer.

Cogió los cien rublos y se dirigió a la herrería.

-¿Puedes -dijo al herrero- forjarme una cadena con la que pueda atar a un hombre desde los pies hasta la cabeza?

-¿Por qué no? -contestó el herrero.

-Pues hazme una, pero que sea bastante resistente. Si resulta fuerte te pagaré cien rublos; pero si se rompe no cobrarás ni un copec.

El herrero forjó una cadena de hierro. Gorrioncito se ató con ella el cuerpo, luego se dobló por la cintura y la cadena se rompió. El herrero le forjó otra mucho más fuerte, que resistió todas las pruebas, y Gorrioncito la cogió, pagó por ella cien rublos y se dirigió a las praderas para montar la guardia a los haces de heno. Se sentó al lado de uno de ellos y se puso a esperar.

Justo a media noche se levantó el viento, se alborotó el mar, y de sus profundidades surgió una yegua hermosísima que se acercó al primer haz y empezó a devorar el heno. Gorrioncito corrió hacia ella, la sujetó con la cadena de hierro y montó a caballo en su lomo.

La yegua, enfurecida, echó a correr por valles y montes; pero, a pesar de esta carrera desenfrenada, el jinete permaneció como clavado en su sitio. Al fin, cansada de correr, la yegua se paró y dijo:

-¡Oh, joven valeroso! Ya que has podido dominarme, sé tú el amo de mis potros.

Se acercó a la orilla del mar y relinchó estrepitosamente. El mar se alborotó y salieron a la orilla cuarenta y un caballos tan magníficos, que aunque se buscasen por todo el mundo no se encontrarían otros semejantes.

Por la mañana, el padre de Gorrioncito, oyendo un gran pataleo y estrepitoso relinchar en el patio, salió asustado para ver lo que pasaba. Era su hijo que llegaba a casa acompañado de todo un rebaño de caballos.

-¡Hola, hermanos! -exclamó-. Aquí traigo un caballo para cada uno; vámonos a buscar novia.

-¡Vámonos! -contestaron todos.

Los padres les dieron su bendición y todos los hermanos se pusieron en camino.

Durante mucho tiempo anduvieron por el mundo, pues no era cosa fácil encontrar tantas novias. Además, no querían separarse y casarse con jóvenes que perteneciesen a distintas familias, para no tener suerte distinta cada uno, y no era fácil encontrar una madre que pudiese alabarse de tener cuarenta y una hijas.

Al fin llegaron a un país muy lejano y vieron un espléndido palacio, todo de piedra blanca, que se elevaba en una altísima montaña. Lo cercaba un alto muro y a la entrada estaban clavados unos postes de hierro. Los contaron y eran cuarenta y uno.

Ataron a estos postes sus briosos caballos y entraron en el patio. Salió a su encuentro la bruja Baba-Yaga, que les gritó:

-¿Quién los ha invitado a entrar? ¿Cómo han osado atar sus caballos a los postes sin pedirme permiso?

-¡Vaya, vieja! ¿Por qué gritas tanto? Antes de todo danos de comer y beber y caliéntanos el baño; luego podrás hacernos tus preguntas.

Baba-Yaga les dio de comer y beber, les calentó el baño, y después empezó a preguntarles:

-Díganme, valerosos jóvenes, ¿están buscando algo o sólo caminan por el gusto de pasear?

-Estamos buscando una cosa, abuelita.

-¿Y qué quieren?

-Buscamos novias para todos.

-¡Pero si yo tengo cuarenta y una hijas! -exclamó Baba-Yaga.

Corrió a la torre y pronto apareció acompañada de cuarenta y una jóvenes.

Los hermanos, encantados, solicitaron permiso para casarse con ellas, y en seguida lo obtuvieron y celebraron la boda con un alegre festín.

Al anochecer, Gorrioncito fue a ver qué tal estaba su caballo, y éste, al acercársele su amo, le dijo con voz humana:

-¡Cuidado, amo! Cuando se acuesten con sus jóvenes esposas no se olviden de cambiar con ellas los vestidos; pónganse los de ellas y vístanlas a ellas con los de ustedes; si no, perecerán todos.

Gorrioncito lo contó todo a sus hermanos, y todos al llegar la noche vistieron a sus jóvenes esposas con sus trajes, poniéndose ellos los de éstas, y así se acostaron. Pronto todos se durmieron profundamente; sólo Gorrioncito permaneció vigilando sin cerrar los ojos.

A media noche gritó Baba-Yaga con una voz espantosa:

-¡Hola, mis fieles servidores! ¡Vengan aquí y corten la cabeza a los visitantes importunos!

En un instante acudieron los fieles servidores y cortaron la cabeza a las hijas de Baba-Yaga.

Gorrioncito despertó a sus hermanos y les explicó lo ocurrido; cogieron las cabezas cortadas de sus esposas, las colocaron en los postes de hierro que adornaban la entrada, ensillaron sus caballos y huyeron de allí a todo galope.

Por la mañana la bruja se levantó, miró por la ventana y, ¡oh desgracia!, las cabezas de sus hijas estaban colocadas en los postes de hierro. Se enfureció, ordenó que le diesen su escudo abrasador y se lanzó en persecución de los jóvenes echando fuego y quemando con su escudo todo alrededor de sí.

Los hermanos, asustados, no sabían dónde esconderse. Delante de ellos se extendía el mar, y a sus espaldas la bruja quemaba todo con su escudo ardiente. La salvación era imposible. Pero Gorrioncito era sagaz y astuto: durante su estancia en el palacio de Baba-Yaga le había robado a ésta un pañuelo. Lo sacudió ante sí, y de repente apareció un puente que se tendía de una orilla a otra. Los jóvenes atravesaron a galope el mar por el puente, y pronto se vieron en la orilla opuesta. Gorrioncito sacudió el pañuelo hacia atrás y el puente desapareció.

Baba-Yaga tuvo que volverse a casa, y los hermanos llegaron sanos y salvos junto a sus padres, que los acogieron llenos de alegría.


Alekandr Nikoalevich Afanasiev


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El extraño viaje de Narana

Videocuento de los cuentacuentos de la colección Salvat

Era un día de sol, en pleno invierno, cuando Narana comenzó la larga caminata de vuelta a su pueblo. Había pasado unos días ...


El extraño viaje de Narana


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El soldado y la muerte

El soldado y la muerte

El soldado y la muerte

Un soldado, después de haber cumplido su servicio durante veinticinco años, pidió ser licenciado y se fue a correr mundo.



Anduvo algún tiempo, y se encontró a un pobre que le pidió limosna. El soldado tenía sólo tres galletas y dio una al mendigo, quedándose él con dos. Siguió su camino, y a poco tropezó con otro pobre que también le pidió limosna saludándolo humildemente. El soldado repartió con él su provisión, dándole una galleta y quedándose él con la última.



Llevaba andando un buen rato cuando se encontró a un tercer mendigo. Era un anciano de pelo blanco como la nieve, que también lo saludó humildemente pidiéndole limosna. El soldado sacó su última galleta y reflexionó así:



«Si le doy la galleta entera me quedaré sin provisiones; pero si le doy la mitad y encuentra a los otros dos pobres, al ver que a ellos les he dado una galleta entera a cada uno se podrá ofender. Será mejor que le dé la galleta entera; yo me podré pasar sin ella.»



Le dio su última galleta, quedándose sin provisiones. Entonces el anciano le preguntó:



-Dime, hijo mío, ¿qué deseas y qué necesitas?



-Dios te bendiga -le contestó el soldado-. ¿Qué quieres que te pida a ti, abuelito, si eres tan pobre que nada puedes ofrecerme?



-No hagas caso de mi miseria y dime lo que deseas; quizá pueda recompensarte por tu buen corazón.



-No necesito nada; pero si tienes una baraja, dámela como recuerdo tuyo.

El anciano sacó de su bolsillo una baraja y se la dio al soldado, diciendo:

-Tómala, y puedes estar seguro de que, juegues con quien juegues, siempre ganarás. Aquí tienes también una alforja; a quien encuentres en el camino, sea persona, sea animal o sea cosa, si la abres y dices: «Entra aquí», en seguida se meterá en ella.



-Muchas gracias -le dijo el soldado.



Y sin dar importancia a lo que el anciano le había dicho, tomó la baraja y la alforja y siguió su camino.



Después de andar bastante tiempo llegó a la orilla de un lago y vio en él tres gansos que estaban nadando. Se le ocurrió al soldado ensayar su alforja; la abrió y exclamó:



-¡Ea, gansos, entren aquí!



Apenas tuvo tiempo de pronunciar estas palabras cuando, con gran asombro suyo, los gansos volaron hacia él y entraron en la alforja. El soldado la ató, se la puso al hombro y siguió su camino.



Anduvo, anduvo y al fin llegó a una gran ciudad desconocida. Entró en una taberna y dijo al tabernero:



-Oye, toma este ganso y ásamelo para cenar; por este otro me darás pan y una buena copa de aguardiente, y este tercero te lo doy a ti en pago de tu trabajo.

Se sentó a la mesa y, una vez lista la cena, se puso a comer, bebiéndose el aguardiente y comiéndose el sabroso ganso. Conforme cenaba, se le ocurrió mirar por la ventana y vio cerca de la taberna un magnífico palacio que tenía rotos todos los cristales de las ventanas.



-Dime -preguntó al tabernero-, ¿qué palacio es ése y por qué se halla abandonado?



-Ya hace tiempo -le dijo éste- que nuestro zar hizo construir ese palacio, pero le fue imposible establecerse en él. Hace ya diez años que está abandonado, porque los diablos lo han tomado por residencia y echan de él a todo el que entra. Apenas llega la noche se reúnen allí a bailar, alborotar y jugar a los naipes.



El soldado, sin pararse a pensar en nada, se dirigió a palacio, se presentó ante el zar, y haciendo un saludo militar, le dijo así:



-¡Majestad! Perdóname mi audacia por venir a verte sin ser llamado. Quisiera que me dieses permiso para pasar una noche en tu palacio abandonado.



-¡Tú estás loco! Se han presentado ya muchos hombres audaces y valientes pidiéndome lo mismo; a todos les di permiso, pero ninguno de ellos ha vuelto vivo.



-El soldado ruso ni se ahoga en el agua ni se quema en el fuego -contestó el soldado-. He servido a Dios y al zar veinticinco años y no me he muerto. ¿Crees que ahora me voy a morir en una sola noche?



-Pero te advierto que siempre que ha entrado al anochecer un hombre vivo, a la mañana siguiente sólo se han encontrado los huesos -contestó el zar.



El soldado persistió en su deseo, rogando al zar que le diese permiso para pasar la noche en el palacio abandonado.



-Bueno -dijo al fin el zar-. Ve allí si quieres; pero no podrás decir que ignoras la muerte que te espera.



Se fue el soldado al palacio abandonado, y una vez allí se instaló en la gran sala, se quitó la mochila y el sable, puso la primera en un rincón y colgó el sable de un clavo. Se sentó a la mesa, sacó la tabaquera, llenó la pipa, la encendió y se puso a fumar tranquilamente.



A las doce de la noche acudieron, no se sabe de dónde, una cantidad tan grande de diablos que no era posible contarlos. Empezaron a gritar, a bailar y alborotar, armando una algarabía infernal.



-¡Hola, soldado! ¿Estás tú también aquí? -gritaron al ver a éste-. ¿Para qué has venido? ¿Acaso quieres jugar a los naipes con nosotros?



-¿Por qué no he de querer? -repuso el soldado-. Ahora que con una condición: hemos de jugar con mi baraja, porque no tengo fe en la de ustedes.



En seguida sacó su baraja y empezó a repartir las cartas. Jugaron un juego y el soldado ganó; la segunda vez ocurrió lo mismo. A pesar de todas las astucias que inventaban los diablos, perdieron todo el dinero que tenían, y el soldado iba recogiéndolo tranquilamente.



-Espera, amigo -le dijeron los diablos-; tenemos una reserva de cincuenta arrobas de plata y cuarenta de oro: vamos a jugar esa plata y ese oro.



Mandaron a un diablejo para que les trajese los sacos de la reserva y continuaron jugando. El soldado seguía ganando, y el pequeño diablejo, después de traer todos los sacos de plata, se cansó tanto que, con el aliento perdido, suplicó al viejo diablo calvo:



-Permíteme descansar un ratito.



-¡Nada de descanso, perezoso! ¡Tráenos en seguida los sacos de oro!



El diablejo, asustado, corrió a todo correr y siguió trayendo los sacos de oro, que pronto se amontonaron en un rincón. Pero el resultado fue el mismo: el soldado seguía ganando.



Los diablos, a quienes no agradaba separarse de su dinero, derribaron la mesa a patadas y atacaron al soldado, rugiendo a coro:



-Despedácenlo, despedácenlo.



Pero el soldado, sin turbarse, cogió su alforja, la abrió y preguntó:



-¿Saben qué es esto?



-Una alforja -le contestaron los diablos.



-¡Pues entren todos aquí!



Apenas pronunció estas palabras, todos los diablos en pelotón se precipitaron en la alforja, llenándola por completo, apretados unos a otros. El soldado la ató lo más fuerte posible con una cuerda, la colgó de la pared, y luego, echándose sobre los sacos de dinero, se durmió profundamente sin despertar hasta la mañana.



Muy temprano, el zar dijo a sus servidores:



-Vayan a ver lo que le ha sucedido al soldado, y si se ha muerto, recojan sus huesos.



Los servidores llegaron al palacio y vieron con asombro al soldado paseándose contentísimo por las salas fumando su pipa.



-¡Hola, amigo! Ya no esperábamos verte vivo. ¿Qué tal has pasado la noche? ¿Cómo te las has arreglado con los diablos?



-¡Valientes personajes son esos diablos! ¡Miren cuánto oro y cuánta plata les he ganado a los naipes!



Los servidores del zar se quedaron asombrados y no se atrevían a creer lo que veían sus ojos.



-Se han quedado todos con la boca abierta -siguió diciendo el soldado-. Envíenme pronto dos herreros y díganles que traigan con ellos el yunque y los martillos.



Cuando llegaron los herreros trayendo consigo el yunque y los martillos de batir, les dijo el soldado:



-Descuelguen esa alforja de la pared y den buenos golpes sobre ella.



Los herreros se pusieron a descolgar la alforja y hablaron entre ellos:



-¡Dios mío, cuánto pesa! ¡Parece como si estuviera llena de diablos!



Y éstos exclamaron desde dentro:



-Somos nosotros, queridos amigos.



Colocaron el yunque con la alforja encima y se pusieron a golpear sobre ella con los martillos como si estuviesen batiendo hierro. Los diablos, no pudiendo soportar el dolor, llenos de espanto, gritaron con todas sus fuerzas:



-¡Gracia, gracia, soldado! ¡Déjanos libres! ¡Nunca te olvidaremos y ningún diablo entrará jamás en este palacio ni se acercará a él en cien leguas a la redonda!



El soldado ordenó a los herreros que cesasen de golpear, y apenas desató la alforja los diablos echaron a correr sin siquiera mirar atrás; en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron del palacio. Pero no todos tuvieron la suerte de escapar: el soldado detuvo, como prisionero en rehenes, a un diablo cojo que no pudo correr como los demás.



Cuando anunciaron al zar las hazañas del soldado, lo hizo venir a su presencia, lo alabó mucho y lo dejó vivir en palacio. Desde entonces el valiente soldado empezó a gozar de la vida, porque todo lo tenía en abundancia: los bolsillos rebosando dinero, el respeto y consideración de toda la gente, que cuando se lo encontraban le hacían reverencias respetuosas, y el cariño de su zar.



Se puso tan contento que quiso casarse. Buscó novia, celebraron la boda y, para colmo de bienes, obtuvo de Dios la gracia de tener un hijo al año de su matrimonio.



Poco tiempo después se puso enfermo el niño y nadie lograba curarlo. Cuantos médicos y curanderos lo visitaban no conseguían ninguna mejoría. Entonces el soldado se acordó del diablo cojo; trajo la alforja donde lo tenía encerrado y le preguntó:



-¿Estás vivo, Diablo?



-Sí, estoy vivo. ¿Qué deseas, señor mío?



-Se ha puesto enfermo mi hijo y no sé qué hacer con él. Quizá tú sepas cómo curarlo.



-Sí sé. Pero ante todo déjame salir de la alforja.



-¿Y si me engañas y te escapas?



El diablo cojo le juró que ni siquiera un momento había tenido esa idea, y el soldado, desatando la alforja, puso en libertad a su prisionero.



El diablo, recobrando su libertad, sacó un vaso de su bolsillo, lo llenó de agua de la fuente, lo colocó a la cabecera de la cama donde estaba tendido el niño enfermo y dijo al padre:



-Ven aquí, amigo, mira el agua.



El soldado miró el agua, y el diablo le preguntó:



-¿Qué ves?



-Veo la Muerte.



-¿Dónde se halla?



-A los pies de mi hijo.



-Está bien. Si está a los pies, quiere decir que el enfermo se curará. Si hubiese estado a la cabecera, se hubiese muerto sin remedio. Ahora toma el vaso y rocía al enfermo.



El soldado roció al niño con el agua, y al instante se le quitó la enfermedad.



-Gracias -dijo el soldado al diablo cojo, y le dejó libre, guardando sólo el vaso.



Desde aquel día se hizo curandero, dedicándose a curar a los boyardos y a los generales. No se tomaba más trabajo que el de mirar en el vaso, y en seguida podía decir con la mayor seguridad cuál de los enfermos moriría y cuál viviría.



Así transcurrieron unos cuantos años, cuando un día se puso enfermo el zar. Llamaron al soldado, y éste, llenando el vaso con agua de la fuente, lo colocó a la cabecera del lecho, miró el agua y vio con horror que la Muerte estaba, como un centinela, sentada a la cabecera del enfermo.



-¡Majestad! -le dijo el soldado-. Nadie podrá devolverte la salud. Sólo te quedan tres horas de vida.



Al oír estas palabras el zar se encolerizó y gritó con rabia:



-¿Cómo? Tú que has curado a mis boyardos y a mis generales, ¿no quieres curarme a mí, que soy tu soberano? ¿Acaso soy yo de peor casta o indigno de tu favor? Si no me curas daré orden para que te ejecuten una hora después de mi muerte.



El soldado se encontró perplejo ante este problema y se puso a suplicar a la Muerte, diciendo:



-Dale al zar la vida y toma en cambio la mía, porque si de todos modos he de perecer, prefiero morir por tu mano a ser ejecutado por la del verdugo.



Miró otra vez en el vaso y vio que la Muerte le hacía una señal de aprobación y se colocaba a los pies del zar.



El soldado roció al enfermo, y éste en seguida recobró la salud y se levantó de la cama.



-Oye, Muerte -dijo el soldado-, dame tres horas de plazo; necesito volver a casa para despedirme de mi mujer y de mi hijo.



-Está bien -contestó la Muerte.



El soldado se fue a su casa, se acostó y se puso muy enfermo. La Muerte no tardó en llegar y en colocarse a la cabecera de su cama, diciéndole:



-Despídete pronto de los tuyos, porque ya no te quedan más que tres minutos de vida.



El soldado extendió un brazo, descolgó de la pared la alforja, la abrió y preguntó:



-¿Qué es esto?



La Muerto le contestó:



-Una alforja.



-Es verdad; pues entra aquí.



Y la Muerte en un instante se encontró metida en la alforja.



El soldado sintió tan grande alivio que saltó de la cama, ató fuertemente la alforja, se la colgó al hombro y se encaminó a los espesos bosques de Briauskie. Llegó allí, colgó la alforja en la cima de un álamo y se volvió contento a su casa.



Desde entonces ya no se moría la gente. Nacían y nacían, pero ninguno se moría. Así transcurrieron muchos años, sin que el soldado descolgase la alforja del álamo.



Una vez que paseaba por la ciudad tropezó con una anciana tan vieja y decrépita, que se caía al suelo a cada soplo del viento.



-¡Dios de mi alma, qué vieja eres! -exclamó el soldado-. ¡Ya es tiempo de que te mueras!



-Sí, hijo mío -le contestó la anciana-. Cuando hiciste prisionera a la Muerte sólo me quedaba una hora de vida. Tengo gran deseo de descansar; pero ¿cómo he de hacer? Sin la muerte la tierra no me admite para que descanse en sus profundidades. Dios te castigará por ello, pues son muchos los seres humanos que están sufriendo como yo en este mundo por tu causa.



El soldado se quedó pensativo: «Se ve que es necesario libertar a la Muerte aunque me mate a mí -pensó-. ¡Soy un gran pecador!»



Se despidió de los suyos y se dirigió a los bosques de Briauskie. Llegó allí, se acercó al álamo y vio la alforja colgada en lo alto del árbol, balanceada por el viento.



-Oye, Muerte, ¿estás viva? -preguntó el soldado.



La Muerte le contestó con una voz apenas perceptible:



-Estoy viva, amigo.



El soldado descolgó la alforja, la desató y la abrió, dejando libre a la Muerte, a la que suplicó que lo matase lo más pronto posible para sufrir poco; pero la Muerte, sin hacerle caso, echó a correr y en un instante desapareció.



El soldado volvió a su casa y siguió viviendo muchos años, gozando de la mayor felicidad.



Todos creían que ya no se moriría nunca; pero, según dicen, se ha muerto hace poco.

Alekandr Nikoalevich Afanasiev



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El príncipe Danilo

El príncipe Danilo. Alekandr Nikoalevich

El príncipe Danilo

Érase una princesa que tenía un hijo y una hija; los dos eran sanos y guapísimos. Un día vino a visitarla una vieja bruja, que se puso a alabar a los niños, y al despedirse, dijo:

-Querida amiga mía: he aquí un anillo; ponlo en el dedo de tu hijo, porque le traerá suerte y siempre será rico y feliz; pero que tenga cuidado de no perderlo y de no casarse más que con la joven a la que el anillo se le ajuste exactamente.

La princesa agradeció mucho el regalo, no sospechando la mala intención de la bruja, y al llegar la hora de su muerte legó a su hijo el anillo, obligándose a casarse con la joven a la cual éste se le ajustase exactamente.

Así transcurrieron unos cuantos años, y el príncipe cada día era más fuerte y guapo. Al fin llegó a la edad de casarse; se puso en busca de novia. Primero le gustó una, luego se enamoró de otra; pero a ninguna le venía bien el anillo; o era demasiado grande o demasiado pequeño.

Viajó de una ciudad a otra, de un pueblo a otro de su reino e hizo ensayar el anillo a todas las jóvenes; pero no logró encontrar a su prometida y volvió a casa triste y pensativo.

-¿En qué estás pensando, hermanito?¿Por qué estás tan triste? -le preguntó su hermana.

Éste le contó su desgracia.

-Pero ¿cómo es ese anillo maravilloso que no hay joven a quien le sirva? -exclamó la hermana-. Déjame ensayarlo.

Se lo puso, y le entró tan justamente como si hubiese sido hecho de propósito para su manita.

El príncipe, viendo brillar el anillo en el dedo de su hermana, exclamó con júbilo:

-¡Oh hermanita! ¡Tú eres mi prometida! Me casaré contigo.

-¿Has perdido el juicio? ¿Quién sería capaz de casarse con su propia hermana? Dios te castigaría.

Pero el príncipe no hacía caso de estas palabras y, saltando de alegría, le ordenó que se preparase para la boda.

La pobre joven salió de la habitación llorando desconsoladamente, se sentó en el umbral de la puerta y sus lágrimas corrieron en abundancia. Pasaban por allí dos ancianos, y la joven los invitó a entrar en palacio para darles de comer. Ellos le preguntaron la causa de su desconsuelo y la joven les contó la desgracia que le ocurría.

-No llores ni te entristezcas, hijita -le dijeron los ancianos-. Ve a tu habitación, haz cuatro muñecas, ponlas en los cuatro rincones del cuarto, y cuando tu hermano te llame para que vayas con él a la iglesia contéstale así: «Voy en seguida; pero no te muevas.»

Los ancianos se marcharon y el príncipe, poniéndose su traje de gala, llamó a su hermana para que fuese con él a casarse. Ella le contestó:

-¡Voy en seguida, hermanito! ¡Tengo que ponerme los zapatitos!

Y las muñecas, sentadas en los cuatro rincones de la habitación, contestaron a coro:

-¡Cucú, príncipe Danilo! ¡Cucú, hermoso! El hermano quiere casarse con la hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!

La tierra empezó a abrirse y la joven empezó a hundirse poco a poco. El príncipe llamó por segunda vez:

-¡Hermana, vamos a casarnos!

-¡En seguida, hermanito! Estoy atándome la faja.

Las muñecas cantaron otra vez:

-¡Cucú, príncipe Danilo! ¡Cucú, hermoso! El hermano quiere casarse con la hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!

La joven seguía hundiéndose y ya sólo se le veía la cabeza. El príncipe llamó por tercera vez:

-¡Hermana, vamos a casarnos!

-En seguida, hermanito. Estoy poniéndome los pendientes.

Las muñecas siguieron cantando hasta que la joven desapareció en las profundidades de la tierra.

El príncipe llamó aún con más insistencia; pero viendo que no le contestaban se enfadó, dio un empujón a la puerta, que se abrió con estrépito, y entrando en la habitación vio que su hermana había desaparecido. En los cuatro rincones del cuarto estaban sentadas las cuatro muñecas, que seguían cantando:

-¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!

Entonces Danilo, cogiendo un hacha, les cortó las cabezas y las echó al horno.

Entretanto, la joven princesa se encontró en un país subterráneo; siguió un camino, y después de andar un largo rato llegó frente a una cabaña, puesta sobre patas de gallina, que giraba continuamente.

-¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la entrada hacia mí! -exclamó la joven.

La cabaña se paró y la puerta se abrió. En el interior estaba sentada una joven hermosísima que bordaba, con oro y plata, unos dibujos admirables en una preciosa toalla. Al ver a la inesperada visitante la acogió cariñosamente y luego le dijo suspirando:

-¿Por qué has venido aquí, corazoncito mío? Aquí vive la terrible bruja Baba-Yaga, que tiene las piernas de madera; en este momento no está en casa, pero cuando venga ¡pobre de ti!

La joven princesa se asustó mucho al oír tales palabras; pero como no sabía dónde ir, se sentaron las dos a bordar en la toalla, hablando entre sí mientras trabajaban.

De repente oyeron un tremendo ruido, y comprendiendo que era Baba-Yaga que volvía a casa, la hermosa bordadora transformó a la joven princesa en una aguja, la escondió en la escoba y puso ésta en un rincón. Apenas había tenido tiempo de acabar estas operaciones cuando la bruja apareció en la puerta.

-¡Qué asco! -exclamó husmeando el aire-. ¡Aquí huele a carne humana!

-Nada de extraño tiene, abuelita -le contestó la joven bordadora-. Hace poco pasaron por aquí unos transeúntes y entraron a beber agua.

-¿Por qué no los has invitado a quedarse aquí?

-Es que eran ya viejos, abuela; no estaban para tus dientes.

-Bueno; pero en adelante no te olvides de invitar a todos a entrar en casa y no dejar que ninguno se marche -dijo Baba-Yaga, y se marchó al bosque.

Las jóvenes se volvieron a sentar a bordar en la toalla, charlando y riendo. De pronto la bruja apareció otra vez, y fue tan rápida su llegada, que la joven princesa apenas tuvo tiempo de esconderse en la escoba. Baba-Yaga husmeó el aire de la cabaña y exclamó:

-Me parece percibir olor de carne humana.

-Sí, abuela. Han entrado aquí unos ancianos para calentarse un ratito; les supliqué que se quedasen más tiempo, pero no quisieron.

La bruja, que tenía mucha hambre, se enfadó, regañó a la joven y se fue gruñendo. La princesa salió de la escoba y ambas se pusieron a bordar la toalla, y mientras trabajaban buscaban un medio de librarse de la bruja, huyendo de la cabaña. No tuvieron tiempo de decidir nada porque, de repente, Baba-Yaga apareció delante de ellas, sorprendiéndolas de improviso.

-¡Qué asco! Huele a carne humana -exclamó furiosa.

-Pues, abuelita, aquí te están esperando.

La joven princesa levantó los ojos, y al ver a la espantosa Baba-Yaga, con sus piernas de madera y su nariz que más bien parecía una trompa, se quedó como petrificada.

-¿Por qué no trabajan? -gritó a las jóvenes, y les ordenó traer leña y encender el horno.

Ellas trajeron leña de roble y de arce y encendieron el horno, que pronto estuvo ardiendo.

Entonces la bruja, cogiendo una gran pala, dijo a la joven princesa.

-Siéntate, hermosa, en la pala.

La joven se sentó y la bruja intentó meterla en el horno; pero la princesa puso un pie en la boca y el otro en la estufa.

-¿Cómo es eso, joven? ¿No sabes cómo debes estar sentada? ¡Siéntate como es menester!

La princesa se sentó bien, y la bruja quiso meterla en el horno; pero ella volvió a poner un pie en la boca y el otro en la estufa. La bruja se enfadó, la hizo bajar de la pala, gritándole:

-¿Estás divirtiéndote, hermosa? Hay que estarse quieta; mira cómo me siento yo.

Se sentó en la paleta, estrechó sus piernas, y las jóvenes, cogiendo la pala, la metieron rápidamente en el horno, cerraron la puerta atrancándola con unos troncos, taparon bien todas las junturas, y hecho esto huyeron de la maldita cabaña, llevándose consigo la toalla bordada, un cepillo y un peine.

Corrieron, corrieron; pero cuando miraron atrás vieron que la bruja las perseguía silbando:

-¡Hola!¡Ahora no se escaparán!

Tiraron el cepillo y creció un juncal tan espesísimo que ni a una culebra le hubiese sido posible atravesarlo. La bruja, sin embargo, cavó con sus uñas, hizo una veredita y echó a correr tras las fugitivas.

¿Dónde esconderse? Tiraron el peine y creció un bosque frondoso y espesísimo; ni siquiera una mosca hubiera podido atravesarlo. La bruja afiló sus dientes y se puso a arrancar de la tierra los árboles con sus raíces, lanzándolos por todas partes; pronto se abrió un camino y continuó la persecución.

Ya estaba cerca, muy cerca; a las pobres muchachas, de tanto correr, les faltaba el aliento. Entonces tiraron la toalla bordada de oro y se formó un mar de fuego ancho y profundo. La bruja subió por el aire intentando volar por encima; pero cayó en el fuego y pereció.

Las dos jóvenes, viéndose fuera de peligro, como estaban cansadas, se sentaron en un jardín. Éste pertenecía al príncipe Danilo. Un servidor del príncipe las vio y anunció a su señor que en su jardín había dos jóvenes de belleza incomparable.

-Una de ellas -le dijo- debe ser tu hermana; pero son tan parecidas que es imposible saber cuál de las dos es.

El príncipe las invitó a entrar en su palacio, y en seguida comprendió que una de las dos era su hermana; pero ¿cómo saber cuál de las dos si ella misma no lo decía?

-Escúchame -dijo el servidor al príncipe-. Coge la vejiga de un cordero, llénala de sangre y átatela debajo del brazo; yo, fingiendo ser un malhechor, simularé que te doy una puñalada. Cuando tu hermana te vea derramando sangre, en seguida se dará a conocer. Danilo aceptó este recurso y así lo hicieron.

Cuando el criado dio una puñalada al príncipe y éste cayó al suelo bañado en sangre, la hermana se lanzó sobre él para socorrerlo, llorando y exclamando:

-¡Oh, hermano mío querido!

Danilo se puso en pie, abrazó a su hermana y el mismo día la casó con un noble honrado y bueno; luego probó el anillo a la amiguita de su hermana, y viendo que le servía perfectamente, se casó con ella y todos vivieron felices y contentos.

Alekandr Nikoalevich Afanasiev



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El adivino. Alekandr Nikoalevich

El adivino. Alekandr Nikoalevich

El adivino. Alekandr Nikoalevich

Era un campesino pobre y muy astuto apodado Escarabajo, que quería adquirir fama de adivino.

Un día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y vino a él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le preguntó:

-¿Y qué me darás por mi trabajo?

-Un pud de harina y una libra de manteca.

-Está bien.

Se puso a hacer como que meditaba, y luego le indicó el sitio donde estaba escondida la sábana.

Dos o tres días después desapareció un caballo que pertenecía a uno de los más ricos propietarios del pueblo. Era Escarabajo quien lo había robado y conducido al bosque, donde lo había atado a un árbol.

El señor mandó llamar al adivino, y éste, imitando los gestos y procedimientos de un verdadero mago, le dijo:

-Envía tus criados al bosque; allí está tu caballo atado a un árbol.

Fueron al bosque, encontraron el caballo, y el contento propietario dio al campesino cien rublos. Desde entonces creció su fama, extendiéndose por todo el país.

Por desgracia, ocurrió que al zar se le perdió su anillo nupcial, y por más que lo buscaron por todas partes no lo pudieron encontrar.

Entonces el zar mandó llamar al adivino, dando orden de que lo trajesen a su palacio lo más pronto posible. Los mensajeros, llegados al pueblo, cogieron al campesino, lo sentaron en un coche y lo llevaron a la capital. Escarabajo, con gran miedo, pensaba así:

«Ha llegado la hora de mi perdición. ¿Cómo podré adivinar dónde está el anillo? Se encolerizará el zar y me expulsarán del país o mandará que me maten.»

Lo llevaron ante el zar, y éste le dijo:

-¡Hola, amigo! Si adivinas dónde se halla mi anillo te recompensaré bien; pero si no haré que te corten la cabeza.

Y ordenó que lo encerrasen en una habitación separada, diciendo a sus servidores:

-Que le dejen solo para que medite toda la noche y me dé la contestación mañana temprano.

Lo llevaron a una habitación y lo dejaron allí solo.

El campesino se sentó en una silla y pensó para sus adentros: «¿Qué contestación daré al zar? Será mejor que espere la llegada de la noche y me escape; apenas los gallos canten tres veces huiré de aquí.»

El anillo del zar había sido robado por tres servidores de palacio; el uno era lacayo, el otro cocinero y el tercero cochero. Hablaron los tres entre sí, diciendo:

-¿Qué haremos? Si este adivino sabe que somos nosotros los que hemos robado el anillo, nos condenarán a muerte. Lo mejor será ir a escuchar a la puerta de su habitación; si no dice nada, tampoco lo diremos nosotros; pero si nos reconoce por ladrones, no hay más remedio que rogarle que no nos denuncie al zar.

Así lo acordaron, y el lacayo se fue a escuchar a la puerta. De pronto se oyó por primera vez el canto del gallo, y el campesino exclamó:

-¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.

Al lacayo se le paralizó el corazón de miedo. Acudió a sus compañeros, diciéndoles:

-¡Oh amigos, me ha reconocido! Apenas me acerqué a la puerta, exclamó: «Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.»

-Espera, ahora iré yo -dijo el cochero; y se fue a escuchar a la puerta.

En aquel momento los gallos cantaron por segunda vez, y el campesino dijo:

-¡Gracias a Dios! Ya están dos; hay que esperar sólo al tercero.

El cochero llegó junto a sus compañeros y les dijo:

-¡Oh amigos, también me ha reconocido!

Entonces el cocinero les propuso:

-Si me reconoce también, iremos todos, nos echaremos a sus pies y le rogaremos que no nos denuncie y no cause nuestra perdición.

Los tres se dirigieron hacia la habitación, y el cocinero se acercó a la puerta para escuchar. De pronto cantaron los gallos por tercera vez, y el campesino, persignándose, exclamó:

-¡Gracias a Dios! ¡Ya están los tres!

Y se lanzó hacia la puerta con la intención de huir del palacio; pero los ladrones salieron a su encuentro y se echaron a sus plantas, suplicándole:

-Nuestras vidas están en tus manos. No nos pierdas; no nos denuncies al zar. Aquí tienes el anillo.

-Bueno; por esta vez los perdono -contestó el adivino.

Tomó el anillo, levantó una plancha del suelo y lo escondió debajo.

Por la mañana el zar, despertándose, hizo venir al adivino y le preguntó:

-¿Has pensado bastante?

-Sí, y ya sé dónde se halla el anillo. Se te ha caído, y rodando se ha metido debajo de esta plancha.

Quitaron la plancha y sacaron de allí el anillo. El zar recompensó generosamente a nuestro adivino, ordenó que le diesen de comer y beber y se fue a dar una vuelta por el jardín.

Cuando el zar paseaba por una vereda, vio un escarabajo, lo cogió y volvió a palacio.

-Oye -dijo a Escarabajo-: si eres adivino, tienes que adivinar qué es lo que tengo encerrado en mi puño.

El campesino se asustó y murmuró entre dientes:

-Escarabajo, ahora sí que estás cogido por la mano poderosa del zar.

-¡Es verdad! ¡Has acertado! -exclamó el zar.

Y dándole aún más dinero lo dejó irse a su casa colmado de honores.



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El adivino. Alekandr Nikoalevich

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